22 nov. VOLVEREMOS A CANTAR LA INTERNACIONAL
Tomé unos días de descanso para entrar con buen pie en el estado administrativo de jubilación y marché lejos del país, intentando huir de elecciones impuestas y de bramidos políticos (especialmente de los del ministro Wert), haciendo una pausa en la irritación vital con la que quieren condenarnos a vivir. Pero parece que de algunas cosas es difícil huir aunque sólo sea por unos días. Con los desfases horarios es muy probable que las amigas periodistas de TV3 te despierten de madrugada para preguntarte cómo se siente un niño al comprobar que lo echan de la que hasta ahora era su casa. O que, intentando sentir la vida en clave de tango, desfile ante tu hotel bonaerense la infancia de todos los barrios con camisetas (remeras dicen ellos) en las que se deja muy clara la denuncia: “el hambre es un crimen“.
Sin embargo, no vuelvo a estar “en línea” para recordar lo deshumanizador que es pasar al lado de la injusticia sin querer verla. Vuelvo al espacio virtual para escribir sobre el “otro” tema, la independencia de Catalunya, del que sí huí todo lo que pude. Las relaciones turísticas inevitables, las reminiscencias personales ante los estímulos ambientales o la consulta, casi de tapadillo, de la información digital hicieron que fuera en parte imposible.
Por mucha tranquilidad que se desee mantener mirando glaciares, uno no deja de quedarse helado viendo como nos viven (qué dicen de nuestras pretensiones) gente culta y moderadamente amiga de “la meseta” con los que haces de guiri. Al cometer el pecado de consultar ocasionalmente diarios digitales descubres que una parte de la confrontación se libraba entre manifiestos y declaraciones colectivas con un indicador común: la dificultad de hablar sin recurrir a estereotipos, falsas verdades o palabras gruesas.
La última foto que tomé, justo en la calle que conduce a la encrucijada natural de tres fronteras (Paraguay, Argentina y Brasil), es una placa que dice: Avenida de la identidad. Días antes, había cruzado los Andes por la montaña y en medio de un parque natural protegido que comparten Chile y Argentina, dos arcos avisan que a un lado de la línea imaginaria estamos en el parque Nahuel Huapi y, al otro, en el Pérez Rosales. Parece evidente que unos vecinos escasamente amigos no pueden ponerse de acuerdo ni en que un parque tenga un único nombre. Era apasionante escuchar a los guías de Tierra de Fuego hablar sobre las Islas Malvinas y referirse a una guerra que dejó profundas heridas. En algún momento culpan a los chilenos de haber ayudado a Inglaterra y como entre los visitantes había alguno de esa nacionalidad… Surge la disputa y, dramáticamente, unos y otros olvidan lo más importante: que ambos países vivían sometidos a sendas dictaduras militares. Tímidamente intentas recordarles que las dos banderas ocultaban los respectivos fascismos. Pero, en Usuhaia, maldiciendo a los ingleses, te dan una tarjeta de embarque en la que te recuerdan que estás en la capital de las Islas Malvinas y te dicen que has de ir a otro mostrador a pagar las tasas porque la gestión del aeropuerto es privada. Pagas y miras los letreros: London suply. El símbolo de la afirmación nacional está gestionado por el enemigo inglés, pero la patria es la patria, la plata es la plata.
Desconectas y desconectas. Pero, vuelves a casa, y en pleno jetlack te despiertas con la radio y oyes como una locutora le pregunta a Joan Herrera: ¿Cómo un partido internacionalista como el suyo puede estar a favor de la independencia de Catalunya? Te choca que voces más bien acostumbradas a ensalzar el nacionalismo de “la roja” recuperen ahora la vieja palabra de la clase obrera. Oyes a Joan Herrera usando frases de manual y recordando la plurinacionalidad del Estado español, pero sin aprovechar que el término vuelve a las ondas para hacer el mitin y aclarar por qué no existe contradicción. Olvidas el cansancio y te pones a pensar y escribir esto (en el castellano que has compartido), al menos para que el caos conceptual y vital no se te lleve por delante.
Internacionalismo moderno
Está bien eso de pensar que uno debe ser internacionalista, pero habrá que darle algún contenido más moderno que el de “proletarios de mundo uníos”. Primero, urge decir que el país al que uno desea pertenecer (ese del que uno forma parte porque te quieren) ha de tener pocas banderas, escasas fronteras, ningún orgullo diferencial, una alta dosis de voluntad de hacer proyectos con los vecinos. Para que así sea, convendrá vigilar porque “la cuestión nacional”, de unos y otros, siempre tiene tendencia a rimas arcaicas y conceptos engañosos.
Luego, claro, viene la reclamación de que te dejen ser algo diferente. Poder explicar tranquilamente a los de otras latitudes que en nada les perjudica que ciudadanos y ciudadanas que se sienten y viven como diferentes quieran organizar su vida de una manera singular. Que en nada afecta a Valladolid la forma cómo organicemos la educación, la salud, la justicia, la vida en el territorio. En algunas cosas podemos coincidir y en otras no. Resulta, además, bastante probable que algunos ciudadanos y ciudadanas de los dos territorios nos tengamos que pedir ayuda mutua para conseguir que nuestras sociedades no se organicen, finalmente, de forma injusta y clasista. En nada les afecta a los extremeños que nos relacionemos entre nosotros usando el idioma que canaliza los sentimientos o describe mejor los horizontes vitales. Tener una lengua propia no excluye compartir otra. Ser y sentirse ciudadanos del mundo no implica renunciar a formas próximas de organización de la comunidad. No reivindicar una patria no significa no desear formar parte de una entidad social singular abierta, reconocida como tal. Sólo quien se siente inseguro impone identidades, pertenencias y uniformidades, españolas o catalanas. Que en Catalunya nos queramos organizar de una determinada manera en nada debería molestar a los que se lo montan de otra manera en otros territorios. Que antes de decidir si nos organizamos de manera diferente queramos aclarar cómo será esa sociedad no debería molestar a ningún catalanista, salvo que su interés sea recuperar la historia y los viejos modelos de relaciones nacionales de clase.
Pero como hay dineros por el medio habrá que referirse a la versión económica del internacionalismo. No estará de más recordar aquello de que el dinero no tiene patria y suele vender banderas para que, mientras las agitamos, nos dejemos explotar sin reaccionar. ¿Cómo arreglamos el tema de la pela, que siempre nos atribuyen aunque para muchos no sea el tema central? En una economía globalizada me da la impresión que la cuestión no es a quien compramos y vendemos y cuál es el saldo, sino cómo la organización política que gestiona un territorio grava la riqueza que se crea y cómo la distribuye. Nuestro debate es quien paga impuestos, quien paga más y menos, para qué hacemos servir esos impuestos. El internacionalismo no pasa por la recaudación y el reparto centralizados en una única nación potente, comienza por compartir con los de al lado dos criterios: que paguen los que más tienen, que la redistribución de la riqueza obtenida sirva para hacer algo menos desigual las respectivas sociedades. No hay internacionalismo si los ricos se van al país vecino ni si a los de al lado les da igual que cada día se generen más pobres.
Al final viene lo de la solidaridad. En una sociedad de mercado, Alemania por ejemplo, no tiene la más mínima voluntad de ayudar al Sur. Lo hace porque ayudar es crear el mercado que necesita. El internacionalismo solidario significa que compartimos socialmente la necesidad de ayudar a otros a que se desarrollen para que todos estemos en igualdad de derechos reales. En una España diferente y desigual quienes más riqueza van generando comparten proyectos de desarrollo con los que generan menos. Pero lo hacen por convicción de clase, no por imposición centralista ni para conquistar mercados.
A algunos, diversos y diferentes, que deseamos organizaciones sociales singulares y diferentes, nos une seguir sintiendo que “el hambre es un crimen”.
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