01 ag. Todo embarazo no es un proyecto de hijo o hija
Hace algo más de dos años participaba como ponente en unos de los periódicos congresos sobre el Síndrome de Down, que en ese caso lleva el título de “La conquista de la dignidad”. Hablamos de las actitudes profesionales, de la tendencia a considerar a esos niños y niñas (como a otros muchos) más como objetos a proteger que como sujetos activos de derechos. Situamos la singularidad de cada persona que padece ese síndrome y la desigualdad que nace del diagnostico y de la privación de oportunidades. Al final, uno de los participantes vino a plantear un curioso dilema: ¿si tan maravillosos, diferentes y singulares son los chicos y chicas con síndrome de Down, por qué existe el consejo y la posibilidad de abortar? ¿Por qué se considera una malformación del feto y no una futura diferencia?
Recupero hoy las notas de mi respuesta, emocional y éticamente alterado, ante la deshumanizada barbarie de la propuesta del ministro Gallardón para prohibir y complicar la interrupción de un embarazo cuando el feto tiene malformaciones. Había escrito, en el libro “El lugar de la infancia” un capítulo titulado “Para que los derechos no queden discapacitados”, fruto de mi trabajo para garantizar los derechos de los niños y niñas que, con diversas discapacidades, deben seguir contando con las mismas oportunidades y contesté, echando mano de ese bagaje, más o menos lo que ahora resumo.
Al margen de la discusión, que ya deberíamos dar por superada, de cuando un conjunto de células en desarrollo debe ser considerado un ser humano diferenciado y singular, hablando en términos de derechos de la infancia, creo que se confunden interesadamente dos planos. Se habla sólo de algunos derechos y no de otros.
Por un lado, tenemos los derechos que tienen que ver con las oportunidades, con el garantizar estímulos y apoyos para hacer posible su presente infantil y su futuro adulto. Derechos que, curiosamente, la derecha antiabortista niega porque siempre habla de mérito y de beneficencia bondadosa. Vienen a decir: aunque nazcan discapacitados no importa, ya seremos buenos católicos y les ayudaremos mientras dios quiera que vivan.
Pero queda otro plano, son los derechos afectivos, sociales, de relación. Hacer nacer un hijo es, en primer lugar, una decisión de vinculación, de aceptar que las vidas del padre y la madre estarán vinculadas a la del hijo. Los niños y las niñas tienen derecho a sentir que importan a alguien, que son queridos y serán acompañados. La vinculación es un largo proceso que la madre y el padre han de construir antes y después de nacer. La vinculación no se impone. En todo caso se ayuda a construir. El futuro de un niño empieza en el presente de unos padres que quieren verlo nacer y vincularse a él. Con la discapacidad grave eso es especialmente difícil y frágil y hay que permitir al grupo familiar, a la madre, sin inconvenientes ni dificultades ni dilemas fuera de lugar, que no quieran llegar a ser padres y madres de esa manera.
Tampoco estaría de más considerar los derechos de identidad y singularidad de los niños y niñas. Conviene hacer el esfuerzo de situarnos dentro de la discapacidad (sentir como ellos y ellas sienten) y preguntarnos por qué alguien nos hizo nacer así. Por mucho que hablemos de discapacidad y diferencia, por mucho que hagamos feliz su vida, cuando sus condiciones personales son profundamente inhabilitantes y dependientes, no podemos dejar de pensar que, si hubieran podido escoger, a lo mejor no querían esa vida.
Todo embarazo no es un proyecto de hijo o hija y debemos permitir siempre a la madre que, antes de que se convierta en un ser, en un ser no deseado, decida.
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